Eran los vientos de octubre los heraldos del cambio. Cada año, en los umbrales de ese mes que despedía al verano y daba la bienvenida a noviembre, un milagro se gestaba en la pequeña escuela lindante con el bosquecito. Los árboles, antaño vestidos de un verde oruga, «cuetanos», se transfiguraban, adoptando un verde fluorescente que parecía alterar la propia textura del tiempo.
A un lado se erguía la Escuela Nacional de Comercio (ENCO), y frente a ella, se extendía el vasto espacio al que llamábamos cariñosamente «el bosquecito». Era un rincón que, bajo el cuidado de Sor Thelma, se había convertido en un oasis sereno: un jardín donde las ninfas descansaban sobre el espejo de agua de pequeñas piletas, emanando una frescura que era un bálsamo en el clímax del calor.
Aquellos mismos árboles, poseídos por su verde luminoso de los cuetanos, culminaban su silenciosa metamorfosis en el mes de noviembre. No era solo un cambio de color; era una transmutación. Los orugas «gusanos» se desprendían, sí, pero para convertirse en un enjambre de mariposas amarillas. Liberadas de su forma arbórea, iniciaban una danza etérea, meciéndose al compás del viento sobre la planicie de la cancha de fútbol, junto a la escuelita que colindaba con el dormitorio de varones -aquel que años más tarde se transformaría en el prestigioso Bachillerato de Artes, el CENAR-.
Desde la lejanía, frente al auditorio y la cancha de baloncesto, el espectáculo era sobrecogedor. Se veía cómo oleadas de estos seres alados, como un manto dorado y viviente, ondulaban al unísono, creando y deshaciendo formas en el aire. Era una escena de pura maravilla: caminar por aquella cancha del Hogar del Niño era como avanzar sobre un tapiz de sueños, sintiendo cómo las mariposas acariciaban el espacio a su alrededor, rozando la piel y el alma con su vuelo ligero.
Con el paso de los años, aquel fenómeno fue desvaneciéndose hasta esfumarse por completo. Nunca más volví a ser testigo de ese sublime espectáculo que los vientos frescos de octubre, noviembre y diciembre nos regalaban. Un regalo que coincidía con las vacaciones escolares de fin de año, un tiempo en el que, paradójicamente, la euforia estudiantil cedía su lugar a una soledad impregnada de belleza.
Hoy no es más que una caricia en la memoria, un susurro nostálgico de lo que fue la Casa Nacional del Niño, conocido por todos como el Hogar del Niño - San Vicente de Paúl, en San Jacinto, San Salvador. Un instante de magia natural, efímero y eterno, grabado a fuego en el recuerdo.
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