-Leonsito
A la sombra protectora del Hogar del Niño, donde los juegos infantiles se mezclaban con el rumor de los oficios, vivía un muchacho de quince años al que todos llamábamos Leonsito. Su cabello, un tupido crespón negro que coronaba su rostro, era su seña de identidad. Formaba parte del FAPU, una elección que llevaba el peso de una conciencia prematura en un mundo adulto y hostil. Sin embargo, un día, Sor Gladys, directora del internado, dictó su destino: la expulsión. El hurto de unas viandas de la cafetería, para alimentar a los compas de la ENCO que tenían sus actividades en el FAPU en dicho centro educativo de Bachillerato. Fue un gesto solidario y un acto desesperado cuya motivación se perdió en los ecos del kindergarten, la carpintería y la sombra serena del árbol de paternas, selló su sentencia de muerte, sin saberlo todavía.
De vuelta al inhóspito regazo de su hogar, el sueño lo envolvió una noche como un frágil manto. Pero la paz fue quebrada por un estruendo siniestro. Golpes brutales contra la puerta, como martillazos del infierno, forcejeos de madera que cedía ante la furia y voces guturales que escupían su nombre con saña. Eran los heraldos escuadrón de la muerte.
La puerta se abrió de par en par y la habitación se llenó de sombras armadas, hombres de civil con el alma vestida de oscuridad y de odio. Cayó sobre él una tempestad de puños e insultos, pero Leonsito, cuyo espíritu era combativo y feroz, no se entregó al miedo. Con la rabia de un animal acorralado, les plantó cara, gritando consignas y devolviendo cada golpe con la desesperación de quien defiende su último aliento. Fue una lucha feroz y desigual. Lo arrastraron, y en el forcejeo, la tela de su ropa se rasgó como su dignidad, dejándolo casi desnudo ante sus verdugos. Su rostro, el mapa de sus quince años, fue borrado a golpes, convertido en un surco de dolor e ira.
Desapareció de la faz de la tierra, tragado por la noche impune. Dos días después, su familia, tras una búsqueda angustiosa, lo encontró en el vertedero de lo humano, abandonado entre los desechos de la ciudad. La atrocidad final había sido cometida con machetazos; su rostro, irreconocible, era un testimonio mudo de una crueldad que desafía toda comprensión.
La verdad de su fin llegó a la luz a través de la fotografía publicada en “Orientación”, el periódico del Arzobispado de San Salvador. Bajo la sombra profética de Monseñor Romero, aquel medio se alzaba como un faro alternativo para denunciar las violaciones de los derechos humanos que teñían de sangre los años setenta y ochenta.
Nosotros, los que lo conocimos, vimos esa imagen impresa. No había rasgos, ni sonrisa, ni mirada. Solo una porción de su frente, testigo inmutable, y su característica cabellera afro, enmarañada y rebelde incluso en la muerte. Era el único testigo de su identidad.
Era tan solo un niño de quince años. Uno entre los miles, una cifra más en el incontable número de jóvenes que fueron arrancados de la vida, desaparecidos o asesinados por los escuadrones de la muerte en El Salvador. Leonsito no era solo un nombre; era un símbolo de una juventud truncada, un recordatorio eterno de la barbarie que, desde las páginas de un periódico y la memoria de los suyos, clama al cielo para que su historia no se repita jamás.
En Memoria a Leonsito, hermano compañero desde la Cuna en el Hogar del Niño de San Jacinto, en San Salvador
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